En urgencias de un hospital se cruzan miradas y se ven rostros que coinciden por unas horas y que luego, en la mayoría de las veces, nunca más se vuelven a ver. Son esas vidas cruzadas por el azar accidental. El infortunio y la desgracia hacen un nudo que a veces por suerte puede deshacerse o por desgracia terminar en un nudo gordiano. La sala de espera actúa como escenario donde todos desean acabar lo antes posible y también como un pequeño observatorio improvisado de las dolencias ajenas, quizás para tranquilizar la nuestra. Los conductores de las ambulancias con sus copilotos cruzan palabras de camaradería con los individuos del mostrador de urgencias. Dentro hay camillas y sillas de ruedas en fila a lo largo de un pasillo con enfermos esperando a ser atendidos con la mayor celeridad. Al fondo, una camilla con una anciana tapada con una sábana hasta la nariz. Sus ojos de rata asustada están protegidos por los cristales de sus gafas que reflejan la fría luz de los fluorescentes del pasillo. Sus inquietos ojos no pierden detalle de todo lo que pasa a su alrededor. Está sola en la vida, nadie la acompaña en la enfermedad de una soledad no deseada. Una enfermera joven la ayuda con una silla de ruedas a trasladarla al baño. Las respuestas de la joven enfermera van cayendo como piedras pesadas a lo largo del pasillo. Son palabras de simpatía artificial con unas respuestas desgastadas por el múltiple uso con otros enfermos seguramente ancianos y sordos.
Miró al hombre del libro indirectamente siguiendo la conversación a su hijo adolescente e inmaduro, que con un esguince en el pie juega como un niño, tal como es en la realidad, con la silla de ruedas como si fuese un juguete teledirigido por su mente inconsciente. La mujer oteadora aún conserva el rostro y el tipo de aquel tiempo no tan lejano que joven y simpática atraía a jóvenes y no tan jóvenes, como osos a la miel, para embriagarlos dulcemente con su presencia viva y coqueta. Sus párpados levemente caídos conservan una mirada felina, el pelo rubio y suavemente rizado le favorece agradablemente. Su mirada vuelve a inquirir levemente al hombre del libro que levanta la vista. La mirada de la mujer le turba y vuelve a sumergirse en la lectura, la falta de aire le hace volver a levantar la vista. Entonces ella ríe levemente marcando dos pequeños hoyuelos en sus mejillas y aparta la mirada con un gesto de cierta superioridad animal.
La última mirada a la salida del hospital fue ambigua y rápida. El hombre del libro sabía con una seguridad científica que sus rostros y miradas difícilmente volverían a cruzarse. Y su cara día a día se iría evaporando como ocurre a los que pierden la visión. "Lo más terrible era comprobar como iba perdiendo el recuerdo de los rostros de mis seres más queridos" le martilleaba constantemente en la mente la frase del ciego. Para tranquilizarse, igual algún día por otro juego del azar en una calle nos encontramos como buques a la deriva surcando el mar de asfalto, uno cerca del otro sin desviarnos y cada uno con rumbo hacia un puerto distante y desconocido, pensó. Pero siempre le quedará la incertidumbre de hacer sonar la sirena a su paso, pensó con tristeza.
jueves, 6 de diciembre de 2007
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5 comentarios:
impresionante fresco, o resumen de irrealidad real, o como quieras llamarle. me ha parecido estar en esa sala de espera. yo no suelo sentirme incómoda en esas situaciones. normalmente termino hablando con alguien, poniendo a caldo el sistema sanitario, je je je. pero es desde luego más romántica esta visión tan detallada. un bico.
un precioso final
Espero que no fuera nada grave Maumau, las urgencias de un hospital no son el mejor sitio para estar, y no conviene frecuentarlas. Si puedo ayudarle en algo, no dude en ponerse en contacto conmigo.
Reciba en todo caso un saludo y mi abrazo.
Gracias, no fue nada grave. Pero la estancia en un sitio así no es nada agradable y cuando hay "algo" especial se aprecia más de lo normal, supongo que para compensar el mal trago.
Saludos!!!
Es curioso eso que comentas de que las cosas especiales se aprecian más de lo normal. A mí esa sensación me la producen los viajes, los trayectos. Cuando me monto en un tren o en un avión, cada detalle es especial. Estás obligado a estar ahí sentado esperando y cada cosa que pasa es un mundo en tu cabeza.
Saludos
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